El Sol de la medianoche en el ecuador, fue una excentricidad, fue un capricho estelar.
El astro rey se detuvo ese día, se detuvo así nada más, así de repente.
No se quiso apartar de la imagen perfecta de aquella estrella que caminaba sobre la Tierra. Ella, hermosa, brillaba a la orilla del mar, con su mirada al horizonte y sus cabellos acicalados por el viento.
Sus delicados dedos jugueteaban con la arena, y la arena fantaseaba con cubrir todo su cuerpo, forrar su piel y unirse a ella para siempre.
Las olas titubeaban al acercarse a sus pies, era ella tan gloriosa que el mismo mar no se atrevía a tocarla sin la más alta sutileza.
Las nubes se esforzaban por caer en forma de gotas y así poder deslizarse por su frente, acariciarle el rostro y, tal vez, algunas afortunadas, podrían incluso tocar esos dulces labios, llenos de ternura y vida.
Sin embargo, el Sol, celoso, agitaba con fuerza sus enormes brazos, para evitar que las nubes se precipitasen, continuó en guardia durante horas, contemplando a la fascinante criatura que decoraba maravillosamente ese panorama de finales de verano.
Ella tranquila, disfrutaba del sonido de la lucha entre todos aquellos elementos por acercarse un poco más, por tener un poco más de ella.
Bailaba, jugaba, saltaba, caía, reía y de pronto quedó callada. Recordó todas esas noches de primavera en que sentía como millones de ojitos brillosos la observan desde lo más profundo del Universo, mientras descansaba recargada en un grueso, infructuoso y viejo árbol, cuya única demostración de vida consistía en unas cuantas lágrimas de resina; sí, el árbol lloraba cuando ella se apartaba de él, lloraba resina, que a veces quedaba adherida a su ropa. Esas diminutas lágrimas que lograban unirse a su vestimenta eran los más grandes triunfos para el arrugado árbol, significaban poder acompañarla a donde fuese y estar presente cuando la ropa se deslizara de su cuerpo.
Era ella amada por todos, y a todos ella cedía un espacio en su enorme y cálido corazón.
No obstante, algunas veces, cuando el frío del invierno golpeaba su ventana, ella sentía cómo aún hacía falta un ocupante en la habitación principal del majestuoso templo amoroso, ubicado, estratégicamente, en el interior de su pecho.
Estaba ya en el suelo, recogió sus piernas, acercándolas a su cara, colocó su mentón en medio de sus rodillas y las rodeó con los brazos, tocando con la mano izquierda su codo derecho y acomodando los dedos de la mano derecha en el huequito detrás de su rodilla izquierda, sus párpados se cerraron un poco, pero no por completo, y esos bellísimos diamantes, que los hombres genéricamente llaman ojos, tomaron como objetivo una pequeña alga que había quedado a 1 metro frente a sus pies.
Mientras su mirada estaba dirigida hacia el verde obscuro del alga, ella reflexionó: “El otoño no es más que un paso, no es más que un parpadeo antes de que el invierno aparezca. Y nadie se decide a abrazarme por completo...”.
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